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Palacio Barolo: La Divina Comedia hecha piedra en el corazón de Buenos Aires.

  • Foto del escritor: Palabra Propia
    Palabra Propia
  • 12 oct
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 31 oct


Fachada Palacio Barolo
Fachada del Palacio Barolo Buenos Aires

Bajo el cielo de Buenos Aires, sobre la Avenida de Mayo, se alza una torre que no solo desafía la ciudad con su altura, sino que reclama el verbo de lo eterno. Ese edificio es el Palacio Barolo: un canto en piedra inspirado por Dante, un faro que ilumina los vuelos del espíritu porteño. Quien atraviesa su umbral no entra en un edificio: penetra en un poema arquitectónico, donde cada escalón, cada sala, cada arco, es una invitación a recorrer los reinos de lo humano hacia lo divino. Aquí reside un anhelo: que el alma encuentre un símbolo en la ciudad, y que ese símbolo, Palacio Barolo, permanezca.


La idea nació del espíritu de un hombre que creía en la permanencia de la cultura frente al tumulto del mundo. Luis Barolo, empresario textil italiano radicado en Argentina, contemplaba desde lejos la convulsión europea y pensó que las cenizas de Dante merecían refugio. Así encargó en 1919 al arquitecto Mario Palanti la construcción de una “casa Dantesca” en Buenos Aires, un edificio que fuera más que oficinas: un monumento viviente a La Divina Comedia. Palanti, también italiano, había trabajado en el diseño del Pasaje Barolo, y entendió de inmediato la intención de su mecenas: edificar un templo a la imaginación humana. La obra demandó permisos especiales, pues su altura —100 metros— superaba los límites permitidos por las ordenanzas. Con una mezcla de osadía y fe, Barolo logró que el proyecto se aprobara, y en 1923 se inauguró el edificio más alto de Sudamérica, un faro urbano que, por un tiempo, fue el punto más elevado del hemisferio sur. Pero Barolo no buscaba solamente altura: quería una cosmología literal para Buenos Aires. Palanti, inspirado, trazó una estructura dividida simbólicamente en tres reinos —Infierno, Purgatorio y Paraíso—, de manera que el ascenso vertical del visitante replicara el viaje espiritual de Dante. La culminación del edificio, un faro giratorio de 300 000 bujías, representaría el Empíreo, el cielo de la luz pura.


Al aproximarse al número 1370 de la Avenida de Mayo, la fachada del Palacio Barolo impone con su verticalismo ornamentado. Es una sinfonía de estilos: neogótico, ecléctico, con detalles expresionistas que parecen beber de la Europa medieval y la modernidad industrial al mismo tiempo. Las molduras, arcos y cúpulas componen un ritmo ascendente que concentra la mirada hacia lo alto, como si el edificio respirara una vocación de elevación. En el interior, el hall central recibe al visitante con bóvedas decoradas, columnas de mármol y una luz cenital que cae como un rayo dorado sobre el suelo de mosaicos. Todo parece diseñado para mover algo más que los ojos: para estremecer el alma. Las escaleras caracol, de hierro forjado, serpentean hacia arriba, llevando al visitante de un reino a otro. En las alturas, la cúpula se inspira en templos hindúes —como el Rajarani Bhubaneshwar—, evocando la unión mística entre Dante y Beatrice, la materia y el espíritu. El faro, que corona la torre, es su corazón de fuego: una antorcha simbólica que irradia la luz de la sabiduría sobre la ciudad.


El Palacio Barolo es, ante todo, un mapa espiritual. Su estructura representa los tres reinos dantescos: el Infierno, en la planta baja y los sótanos, donde los relieves y las gárgolas recuerdan la lucha del alma en la oscuridad; el Purgatorio, en los pisos intermedios, donde el ascenso implica purificación; y el Paraíso, en la cúpula, donde el alma alcanza la luz. En su concepción se entrelazan referencias cabalísticas, masónicas y astronómicas. La numerología es deliberada: el edificio tiene 22 pisos y 100 metros de altura, como los 100 cantos de la Divina Comedia. Cada nivel, cada escalón, cada arco está calculado según la proporción áurea, obedeciendo a la idea de que la belleza es una forma visible del orden divino. El recorrido físico del visitante es, por lo tanto, un viaje iniciático: del caos a la claridad, de la materia al espíritu.


Con el paso de las décadas, el Barolo conoció también el ocaso. Su brillo se fue apagando cuando los nuevos rascacielos desplazaron su corona y la ciudad cambió su piel. Algunas de sus esculturas fueron retiradas o robadas; las molduras se cubrieron de polvo; la memoria se adormeció entre oficinas y archivos. Sin embargo, como todo templo, esperó su renacimiento. En los años noventa y dos mil, familias y grupos de conservación impulsaron su restauración, devolviéndole su aura original. Se recuperaron esculturas, vitrales, lámparas y símbolos ocultos. El faro volvió a girar. La luz, como en los versos de Dante, volvió a vencer a la sombra. Lo que pudo haber sido ruina se transformó en redención: una restauración patrimonial entendida como acto de fe.


Hoy, el Palacio Barolo es más que un monumento: es una experiencia viva. Funciona como edificio de oficinas, centro cultural y sede de visitas guiadas que atraen a miles de personas cada año. Sus escaleras, ascensores antiguos y miradores siguen siendo escenario de asombro y contemplación. Las visitas nocturnas permiten ascender hasta el faro y contemplar la ciudad iluminada, mientras un guía relata las correspondencias entre cada piso y los versos de Dante. Allí, a 100 metros del suelo, Buenos Aires parece arder de nuevo en poesía. La torre se ha convertido también en símbolo turístico y espiritual: un punto de encuentro entre arte, filosofía y mística urbana. En sus pasillos aún se hablan de mitos: del fantasma de Palanti, de túneles ocultos, de mensajes masónicos en el hierro. Lo cierto es que su magnetismo no ha menguado: sigue siendo un faro para la imaginación.


Palacio Barolo no es un edificio que se posea o se visite: es un pacto con el pasado, una invocación al símbolo. En su verticalidad reverberan los versos de Dante, la luz del faro reclama el horizonte y las sombras de sus salas guardan promesas de eternidad. Quien lo mira comprende que la ciudad puede ser templo y que la arquitectura, cuando se atreve a soñar, se convierte en plegaria. Así, en el corazón porteño, el Barolo permanece como un puente entre lo humano y lo divino, entre el asfalto y la eternidad. Quien ascienda por sus escaleras no sube a un piso, sino a un instante: aquel donde el símbolo, la belleza y la fe se funden en la luz.


— Una narración de Palabra Propia — la voz que transforma arquitectura en relato.



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